Año 2008. En medio del desierto de Danakil, un grupo de turistas
montado en un Toyota, en dirección al volcán Erta Ale, recibe el ataque
de unos bandidos. Son una pareja y otro amigo, acompañados de un
conductor y un guía locales. La pareja muere acribillada a fuerza de
Kalashnikov, al igual que los dos locales. El tercer turista sobrevive
al fuego y al impacto del vehículo, y huye corriendo de los asesinos,
que no consiguen abatirle al vaciar sus cargadores. Dado el botín
obtenido, no se molestan en seguirle.
El fugado corre durante 20 minutos sin parar, sin mirar atrás, sin
pensar. Se mueve preso del pánico y la adrenalina, títere de la muerte
que acecha, que roza sus ropajes de explorador farangi. Cuando ya no
aguanta más, vuelve la vista y sólo ve una delgada vertical de humo
proveniente del coche estrellado. Sin pensar, sigue caminando en
dirección opuesta a la tragedia.
Los 45 grados del invierno afar hacen pronto estragos en su limitada
capacidad de resistencia. Tras una hora comienza a sentir una sed
infernal, pero no puede dejar de seguir caminando.
No sabe hacia qué dirección va. Trata de localizar el norte mediante
el sol, pero le resulta imposible. Ese sol sólo brilla asesino en algún
punto del cielo, ininteligible para él. Piensa mientras camina. "¿Qué
hacer?" Pero la única alternativa a seguir caminando es volver al lugar
del desastre y exponerse a una muerte Socialista Soviética. Parar
significa morir también.
5 horas después comienza a desfallecer. Los labios se le han secado y
comienzan a sangrar. Incluso el sudor ha cesado ante la falta de agua.
Por suerte la noche llega, aplacando ligeramente el calor, pero la sed y
el hambre resultan dolorosos.
Cómo imaginar aquello 4 días antes en su despacho de la oficina de
correos. ¿Hambre? ¿Qué era aquello hasta entonces? ¿Muerte? Hasta ese
momento no había podido si quiera sentir pena de sus dos amigos, sus
mejores amigos, muertos, desgarrados tal vez por las hienas. Aquel
pensamiento duró poco. Pronto comenzó a pensar en la propia muerte,
inevitable al parecer. El silencio absoluto de la noche le permitió
dormir sobre la arena del desierto más árido.
Se despertó al alba con los labios sangrando. Miró a su alrededor.
¿Dónde estaba? ¿Qué era aquello? En seguida comprendió. La desesperación
le produjo una carcajada inquieta que se perdió en las vacías
extensiones que le circundaban. Volvió a pensar en la muerte que le
perseguía. Tenía que seguir caminando, pero, ¿hacia dónde? No tenía
referencias, no sabría decir por dónde había llegado ni hacia dónde iba.
Todo era inútil. A su alrededor veía lo mismo en todas las direcciones:
nada. "Tal vez fuera por allí", pensó, y siguió vagando. A cierta
distancia vislumbraba espejismos, mares de arena que reflejaban el
cielo. "No, no son reales".
El sol coronó el cielo y el desvalido comenzó a sentir mareos debido a
la deshidratación. Nada podía salvarle ya. Caminaba sin apenas poder
sostenerse, mirándose los pies, a punto de caer en su propia tumba de
arena. Entonces, en un último esfuerzo levantó la mirada. "¿Qué es
eso?".
A unos 50 metros de él se elevaba la nave de un gigantesco
supermercado. Observó un poco más, pero sólo vio aquello. En medio del
desierto, blanco, nuevo, impoluto, imponente. Un supermercado. Desierto y
un supermercado. Mucha arena y, en medio, un supermercado. Aquello
tenía todo el sentido. No podía ser de otra manera. Algo tenía que
surgir en algún momento. Su vida no podía terminar tan pronto y de aquel
modo.
Se acercó con fuerzas renovadas a las puertas automáticas, que se
abrieron para dejarle pasar. El aire acondicionado impactó en su cara
como un bálsamo. El lugar estaba desierto, y le pareció el mayor
supermercado en el que hubiera estado jamás. Se extendía frente a él
perdiéndose en la lejanía de los incontables pasillos.
Cogió una cesta, ya que no tenía monedas para el carro, y se
introdujo en el laberinto comercial. Atún en lata. Atún en aceite de
oliva. Atún sin aceite. Atún al natural. Atún sin calorías. Sin sal. Con
vitaminas. Sin atún. Berberechos en escabeche. Le resultaba muy difícil
decidirse con tantas opciones. Aquello le irritó. Sólo quería algo que
comer rápidamente, pero aquél era un lugar enorme. Decenas de pasillos
contenían millares de productos de marcas diferentes. Zumos. Cereales.
Embutidos. Congelados. Yogures. Fue cogiendo aquello que más se le
antojó, colocándolo cuidadosamente en la cesta. Chocolate. Leche. Pan.
Tomate. Tras más de media hora de indecisiones, consiguió llenar la
cesta hasta que le pareció suficiente, así que se fue a las cajas
registradoras. Frente a él encontró un pasillo inmenso con cientos de
ellas. Miles, tal vez. Se acercó a la número 51. Nadie. Nadie iba a
cobrarle allí. Vio a lo lejos las cajas de autoservicio, y a ellas se
dirigió impaciente, cargando su cesta colmada. Una vez allí, la dejó en
el suelo y comenzó a pasar los productos por el escáner. Código de
barras. "BEP". Después los iba metiendo en bolsas. Cuando terminó, la
caja imprimió el recibo automáticamente. 108,35 euros. "¿Cómo?" No había
contado con aquello. No llevaba dinero, lo había dejado en la mochila,
en el coche estrellado, a varios kilómetros de allí, rodeado de muerte.
Miró a su alrededor. ¿Podía acaso llevárselo sin pagar? ¿Robarlo? Vio
varias cámaras de seguridad. Parecían activas, emitían una luz verde
parpadeante. Le estaban viendo. Le estaban vigilando. No podía robarlo.
No podía... Tenía que dejar allí la bolsa. Pero... ¿dejarla? Se sentía
extraño. Algo le resultaba poco comprensible. "¿El dinero? ¿Pagar? ¿Un
supermercado?" Con una extraña sensación abandonó la bolsa y se encaminó
a las puertas automáticas, que se abrieron para dejarle pasar. Salió de
nuevo al calor sofocante y se alejó de allí en alguna dirección y con
una sensación muy extraña. 13 horas después murió deshidratado.
AEdlM
No hay comentarios:
Publicar un comentario