Vi a Clavdia Cauchat en un balneario, pero no en la montaña sino en la orilla del mar, y tenía marido y un hijo, uno muy mimado de unos 2 años, un psicópata de 2 años, porque era el hijo de Clavdia. ¿Cómo no? Y Clavdia Cauchat me miró en la piscina del balneario, tal vez porque su marido no era quien tenía que ser su marido, pero tampoco era yo quien tenía que ser su marido, ni su hijo el psicópata. Y yo la miré sinvergüenza, pero luego ya no miré más por vergüenza, aunque Clavdia seguía mirándome. A mí y después a su hijo. Su marido no era un psicópata pero llevaba un bañador de braga, y eso es peor. Y Clavdia llevaba un sombrero como si en realidad quisiera dar pistas de su verdadero origen temporal. Nadie más que yo se dio cuenta de que aquella mujer venía del siglo XIX, por eso sólo me miraba a mí y por eso había engendrado a un asesino en serie. Clavdia me perseguía con la mirada por el hotel. En el desayuno y en la cena, en la lectura del periódico, aunque lo cierto es que no sé qué leía porque no había periódicos en ruso. Tal vez su hijo le hubiera enseñado el español. Pero su marido sólo nadaba a espalda en la piscina semi-olímpica del hotel mientras ella tomaba el sol en la tumbona con el sombrero del siglo XX puesto y su hijo buscaba a su próxima víctima. La comida era mala, pero el marido chupaba las conchas de los percebes de piscifactoría desde la piscina. En Rusia no hay percebes, y en el siglo XIX nadie los comía, pero él sí, con ese bañador ridículo, una mujer que no le correspondía y que siempre daba portazos, y un hijo que tenía su misma cara pero era de otro hombre. Ella siempre daba portazos, tal y como la recordaba yo de algún libro. Daba portazos mientras el marido nadaba a mariposa en la piscina del hotel, con el bañador de braga e incomodando a todos los demás clientes. Formaba unas olas tan grandes que un niño de dos años estuvo a punto de ahogarse. Era su hijo. Y la madre, Clavdia, no dejaba de dar portazos y no prestaba atención al pequeño psicópata. Entraba y salía sin dejar de mirarme. Aunque yo estuviera en mi habitación o me hubiera ido a otro país en un vuelo charter, ella podía verme y yo podía escuchar sus portazos, y el ruido del marido nadando a braza en la piscina con un bañador de braga, joder. Y Clavdia ya no me miraba como Clavdia sino con cierto resentimiento, hasta tal punto que llegó a odiarme. Cuanto más me miraba más me odiaba, y su hijo no dejaba de maquinar planes terribles, y su marido era un ridículo desde hacía dos años. Y un día Clavdia y el marido y el hijo conocieron a otra pareja con su hija española. Españoles todos en realidad. Inauguraron una amistad en la que el marido de Clavdia hablaba en inglés con su homónimo paisano mientras nadaba en la piscina, pero hablaban lentamente aprovechando las bocanadas del ruso culiprieto. Hablaban por turnos de 1 segundo cada 10. Clavdia escuchaba a la mujer española asintiendo, pero no la miraba en ningún momento, sólo me miraba a mi y a su hijo de 3 años recién cumplidos. De hecho, no había mirado nunca a la otra mujer, ni siquiera sabía cómo era su aspecto aunque llevaban todo el día hablando y habían comido juntas. Siempre miraba a otro lugar. Y el hijo de Clavdia hablaba con la hija de la pareja española. Bueno no, perdón, en realidad no sabía hablar aunque ya tenía 3 años, pero daba igual porque la otra era sordomuda desde el día en que nació, y resultó ser la única persona a la que aquel psicópata no quería matar. Y le trajeron una tarta de cumpleaños al niño, pero aún no tenía dientes y no podía comérsela, sólo tenía un año de edad, así que Clavdia pidió que la trituraran y la tiraran a la basura. No dejaba de mirarme y yo pensaba que ya no quería que me mirase más. Nadie más. Nunca más. Y a la mañana siguiente ya no estaban los rusos. Se habían marchado a un balneario en las montañas de Suiza a celebrar el cumpleaños de su hija psicópata.
AEdlM
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